Oberá, 25 de Mayo, Campo Grande, Misiones (Texto y Fotos: PLE). En la mañana del sábado 14, la realizadora partió junto a uno de los integrantes de Oberá en Cortos, Rafael; el niño Ernesto López, y esta periodista, en un auto portando un proyector y un equipo de sonido rumbo a la comunidad de Sarakura, en el Municipio de 25 de Mayo, a 80 kilómetros de Oberá. Enorme fue la sorpresa cuando unos guaraníes de Sarakura comunicaron a Ximena que Leonarda y Crispín se encontraban en una comunidad de Campo Grande, a 40 kilómetros de ahí.
El grupo desandó el camino hacia el lugar indicado y a medida que avanzaba, parecía más difícil llegar hasta la comunidad indicada. Al cabo de varias horas y cuando comenzaba a ganar la incertidumbre, encontraron la chacra de Elma y Jorge Maciel, y su nieto Maxi, quienes muy atentos se ofrecieron a acompañar a la "comitiva audiovisual" hasta la aldea donde estaban Leonarda y Crispín. Pero para llegar hasta ellos había que realizar una larga travesía.
Ximena les contó que habían llevado la película terminada y preguntó si tenían ganas de verla (antes de esa odisea había pensado en proyectarla primero para ellos, y después para el resto de la comunidad; pero ya no había tiempo para hacerlo de esa manera).
La joven pareja dijo que sí. Pero como en la comunidad no había energía eléctrica, el colono Jorge Maciel ofreció su casa para proyectar "Mal del Viento", y todos emprendieron el camino. Con palabras en guaraní, Crispín fue invitando a sus paisanos, y se podía entender algo así como "vamos a ver pelicula ya hecha". Lentamente se fueron sumando unas 20 personas en una larga fila hasta atravesar nuevamente el precario puente hecho con tacuaras. En el camino, Crispín le preguntó a la realizadora si podía conseguir abrigo para los chicos, porque la Dirección de Asuntos Guaraníes no iba nunca a Sarakura; también contó que se habia anotado dos veces para cobrar la Asignación Universal por Hijo, pero que no le llegaba... Es decir que desde la muerte de Julián, nada había cambiado, el brazo del Estado sigue estando ausente.
El Estado continúa ausente en las comunidades
En la Colonia la Florida, en la chacra de Jorge Maciel, se armó el "cine" y comenzó la proyección. Todos quedaron hipnotizados ante la pantalla del mismo modo en que Leonarda, mientras cuidaba a su hijo, quedaba absorta en lo que veía por TV. Los espectadores mbya guaraní se rieron en las primeras tomas en que aparecieron Leonarda y Crispín, y también cuando veían a otros guaraníes a los que reconocían. Al rato, la joven madre fue a la habitación contigua a la sala para tratar de calmar a su beba que lloraba, y mientras iba mirando la película de reojo. Crispín salió a acompañarla, y también observaba el documental desde afuera. Los demás seguían atentos a la pantalla hasta que terminó la proyección.
Ximena González se acercó a Leonarda y Crispín para preguntarles si les gustó; si lo que ellos recordaban de lo que vivieron, era más o menos lo que se reflejaba en "Mal del Viento", y respondieron que sí; pero también contaron que les daba mucha tristeza recordar. Esa tristeza se notaba en sus rostros, en sus miradas. Ximena les entregó una copia de su trabajo, y Leonarda le preguntó si tenía 20 pesos para la leche. Comenzaba a caer la noche, y el resto de la gente, hombres, mujeres con bebés en brazos y los niños, ya habían comenzado a andar el camino a pie hacia la comunidad. Lo mismo hicieron Crispín, Leonarda y sus hijos, quizás pensando que bueno sería que la película se convirtiera en frazadas.
Ximena González: Ante el dolor propio
Devolver la Imagen y la Historia
a quien pertenece siempre fue mi premisa en los siete años de trabajo que llevó
la realización de "Mal del Viento". Atravesando esa única certeza, volví a
Misiones en busca de Leonarda y Crispín y de alguna respuesta a la pegunta más
grande, la que no deja de darme vueltas en la cabeza cada vez que pienso en
agarrar una cámara: ¿para qué representar la realidad? Las horas de errar por
el monte en busca de ellos, hicieron la pregunta cada vez más intensa, más
necesaria. En el camino, los debates apasionados en las proyecciones de Buenos
Aires y la programación en festivales internacionales aparecieron con más
claridad que nunca, como la puesta en escena del imaginario social sobre la
importancia del documental, la autoconfirmación del valor de su existencia y la
indulgencia respecto a ese mundo histórico representado.
Pero frente a Leonarda
y Crispín, la película no podía más que presentarse desnuda, escindida de su
status conferido en el mundo occidental y cosmopolita. Y en esa proyección, lo
que se puso en escena fue el dolor: el del recuerdo de un pasado que volvía
para abrir las heridas, el del reencuentro con un presente que perpetúa la
misma opresión, el de un reclamo de asistencia inmediata, el de no encontrar
respuesta a aquella pregunta persistente.
Frente a ese abismo, la imagen
emergía impotente, incapaz de transformar una realidad dolorosa que se
materializaba nuevamente en el acto de mirar. Como un espectro del pasado, la
imagen volvía para reavivar el dolor, volverlo actual y encontrarse con un
mundo que seguía gritando –en sus silencios- la misma resistencia a la
dominación. Y entonces ahí, frente a la
pantalla doliente, descubrí la función de
esa imagen y el sentido de mi mirada. La
película ya no vagaba en busca de una respuesta que sosegara la angustia de la
representación del dolor de los demás: junto a Leonarda y Crispín descubrí que esa realidad dolorosa también me
atraviesa; que detrás de la argumentación, del discurso, de la narración, de
las formas, sigo escuchando mi respiración pegada al lente de la cámara, sigo
presintiendo mi pulso en el movimiento sutil de cada plano. Y me reconozco cada
vez que Julián mira a cámara, porque esa mirada se dirige a mí, porque es sólo
un efecto de la representación creer que se dirige al lente, porque me devuelve
mi propia mirada y mi presencia en ese letargo constante, porque me recuerda mi
cuerpo también sufriendo el encierro y mi grito ahogado y mi silencio, que
suena igual al silencio de Leonarda y de Crispín mientras miran a su hijo en la
pantalla.
Entonces ahora sé que la película no se trata del dolor de los demás,
sino de ese dolor que también es mío; y pienso que quizás, lo único que la
película puede hacer es volver propio el dolor para cada uno, hacerlo carne en cada
mirada, doler en cada proyección, hasta que el sufrimiento sea tan grande que
ya no pueda hacerse otra cosa más que cerrar los ojos o cambiar la realidad. (Publicado en Julio de 2012)
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